Mi nombre es Phoenyx. Si has encontrado esto, significa que
has estado hurgando en mis cosas como un vulgar ladrón. Dudo que haya decidido
contarte dónde está voluntariamente, pero si lo he hecho, felicidades, debo
tenerte cierto cariño. No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que empiezo a
escribir esto hasta que lo leas, pero supongo que el suficiente como para no
tener que avergonzarme de ello.
Si te confío esto, es porque quiero que sepas todo de mí.
Todas y cada una de las cosas que me ocurrieron desde que llegué al Infierno,
volviendo hacia atrás hasta contarte toda mi existencia. Pero eso no es lo
importante, lo importante es lo que sentí yo en cada momento. Esta carta, o más
bien enciclopedia, te relatará minuciosamente mi forma de ver el mundo, y qué
pienso acerca de lo que me rodea o me ha rodeado a lo largo de mi vida. Y eso,
aunque aún no lo sepas, es lo más poderoso que puedo darte. El conocimiento de
cómo voy a reaccionar ante cada una de tus acciones, basándote en la manera en
la que me he comportado miles de veces antes.
Sé que será lioso, a veces tedioso y, sobre todo, muy
complicado, pero no me han enseñado a expresarme de ninguna otra forma, así que
te pido perdón por adelantado.
Lo que hallarás en estas páginas es mi historia, la real y
verdadera, y no los rumores y patrañas que circulan sobre mí por ahí. Porque,
querido lector, si ahora mismo tienes esto entre tus manos, es porque tú
también estás en el Infierno, y si estás aquí, has hecho algo de lo que te
arrepentirás tarde o temprano. Alguien se encargará de ello, así que prepárate.
No esperes que suavice nada, lo que cuente, será cruel y crudo. Con lenguaje
soez, con violencia, con injusticia, con locura y con sexo. No voy a ahorrarme
ningún detalle. Al fin y al cabo, como te acabo de decir, si lees esto es
porque quiero que lo sepas todo de mí. Probablemente me resulte difícil
explicártelo cara a cara sin enterrar la cabeza bajo el suelo, así que tómalo
como un halago.
Antes de empezar, quiero que sepas que no soy una heroína.
No he salvado a nadie. No he hecho cosas buenas ni he sido generosa en toda mi
vida, ni en lo que fue después. Soy una Perseguidora, una enviada del Infierno
(porque sí, sigo en el Infierno, como bien me he encargado de repetirte varias
veces para que no te tome por sorpresa), algo parecido a una cazadora. Persigo
(valga la redundancia) a los demonios que no han sido exorcizados por el Cielo
y a los que se han escapado de la, según mis superiores, inexpugnable cárcel
que supone el Círculo, es decir, el lugar concreto del Infierno, en el que
estén confinados. No era el trabajo de mi vida, evidentemente, pero es el que
estoy obligada a realizar. Hice un pacto con el Rey del Infierno (cosa que, por
cierto, no deberías hacer NUNCA, bajo ningún concepto, aunque creo que ya es un
poco tarde para decírtelo), y éste es mi pago. Además, tengo un nombre
ridículo. En fin. No creo que pueda hacer una introducción mucho mejor, así que
disfruta y sufre conmigo mis vivencias.
Recuerdo una problemática infancia en un terreno frío. Cada
invierno, nevaba, y eso era lo que más me gustaba. La nieve siempre ha sido un
misterio para mí, quizá por lo fría, quizá por la capacidad para mantenerse con
la forma que tú quieras darle hasta que llega el calor que puede derretirla. O
quizá sencillamente porque me gustaba tirar bolas de nieve a todo peatón
insulso que pasaba. Para ser sincera, no tenía muchos amigos. Me sentía
incomprendida en casa, incomprendida en el colegio, incomprendida en todos los
sitios. Eso no cambió cuando entré al instituto. Las personas que conocía
seguían una lógica estúpida: si defendía a alguien, debían insultarme, y si no
lo defendía, debían intentar agredirme. No lo consiguieron. Ni me importaban
los insultos ni me importaban sus manos estrellándose contra la pared en el
lugar donde antes había estado mi cintura. Pero era molesto a la hora de
intentar aprender algo, que era el fin de ir al instituto. Tener a los
profesores amedrentados les daba aún más pie a seguir molestándome. Aún tengo
grabada en la memoria la cara de mi madre cuando dije que quería cambiar de
instituto. De completa incredulidad, cuando le conté por qué. Y en el nuevo,
todo pareció mejorar, y mucho. Ya no había vejaciones ni tanteos de acoso. Y
yo, bueno, me volví tan insulsa como los peatones a los que atacaba con mis
bolas de nieve. Ridícula, engreída, materialista, y sobre todo, estúpida. No
porque fuese tonta, sino porque ocultaba mi inteligencia, ya que para ser
"popular", no ayudaba demasiado ser también lista. Aún así, he de
reconocer que hay algo que nunca fui: dócil. Podía vestirme de rosa fosforito,
pero todos sabían que mi personalidad iba más allá de las pulseras y los
pantalones de moda. Todo iba bien.
O al menos, eso creía, hasta que nos mudamos. Con mi madre
al frente, llegamos a una ciudad húmeda y gris, donde la nieve era considerada
una señal de peligro, y la mayoría de la gente nunca la había visto. Refunfuñé
todo lo que pude, pero me arrastraron. Conseguí hacer algún que otro amigo, de
los cuales pocos perdurarían más allá del curso, sólo lo suficiente como para
empezar a establecerme. En ese momento, pensaba que nada podía ser peor que esa
mudanza. Qué ilusa era.
Ya en Septiembre, volvía a cambiarme de instituto, para
terminar la que sería la última etapa de mis estudios. En el fondo, guardo
mucho cariño a ese primer día que cambió todo, que provocó, tras una serie de
catastróficas decisiones, el que yo esté aquí ahora escribiendo esto.
Ese día suspiré con profundidad e intenté alegrarme de que,
al menos, una amiga del último centro estuviese allí conmigo. O eso pensaba,
hasta que me llamó para decirme que estaba enferma. Según sus palabras
textuales, "no enferma como para llevar un pañuelo y un abrigo a clase, sino
enferma como para quedarse en la cama sin salir dos semanas". Qué irónico.
Al fin y al cabo, no fue tan remarcable. Entré rápido, cogí los horarios y salí
más rápido aún. Bueno, justo después de ver que ella estaba en otra clase y
bufarle al Dios que me había hecho eso. Estaba algo nerviosa por tener que
volver a conocer gente (no me va mucho eso de entrar en un sitio en el que no
conozco a nadie y presentarme), pero no era nada que me preocupase tanto. Es
decir, dormí tranquila esa noche. Si hubiese sabido lo que sé ahora, me habría
quedado en vela agarrándome las rodillas y jurando hasta quedarme afónica.
Probablemente, entonces habría terminado en un psiquiátrico y no aquí.
Al día siguiente, las primeras clases fueron bien. Los
compañeros, por suerte, eran agradables y abiertos, y preguntaron todo lo que
quisieron y más. Procuré no exagerar ni inventarme mucho, y me costó un gran
trabajo. Salimos de alguna de las aulas, y yo llevaba mis libros en los brazos.
No sé si iba hablando con alguien o pensando en cómo se me habría ocurrido
llevar esas deportivas viejas y sucias y la imagen que iban a dar de mí, sólo
sé que noté un golpe y todos los libros cayeron al suelo. Me quedé paralizada
por la sorpresa, mirándolos, y cuando volví a moverme lo primero que hice fue
recogerlos, irritada. Vi unas piernas en frente de mí que no reaccionaban, y
supuse que era con lo que me había chocado. O más bien, lo que se había chocado
conmigo. Tras levantarme, dejé escapar un gruñido y espeté al pecho que se
alzaba delante de mí:
-Joder, podías ayudar, que pareces un muro.
Unas preciosas primeras palabras que demostraron lo
simpática que era y lo bien que se me daba socializar, sin duda alguna. Y tras
esa fantástica frase, seguí caminando, o hablando, o lo que fuera que estuviera
haciendo, sin dignarme a echar la vista atrás. Porque, según mi lógica de aquel
entonces, si no me había ayudado como un buen caballero, no merecía mi mirada.
Aunque no lo pareciese, lo pensé un buen rato. Porque claro, al menos debería
haberme fijado en la cara de mi nuevo objeto de odio. Sería difícil distinguirle
sólo por su altura y su pecho. Nunca, ni siquiera a día de hoy, me arrepentí de
hablarle así. Y sigo pensando que debería haberme ayudado.
Con el paso del tiempo, hice nuevos amigos, y con ellos
rellené los huecos que habían dejado los antiguos que se marcharon. Estos sí
que valieron la pena. Descubrí que no se me daba bien manejar a las mujeres,
así que desistí en el intento de tener amigas. Sólo una chica se salvó, siendo
la excepción que confirma la regla. Llegando al final del curso, Southampton se
llenó de festivales y festivaleros que prometían una ola de incansable
diversión si acudías a sus dominios. Todo mi grupo se vio tentado por la
oferta.
-Entonces, ¿y si vamos al concierto? -preguntó uno de ellos-.
Es en Southampton. Podemos ir en autobús por la mañana, pasar el día en la
ciudad, e ir de noche. Vale la pena, de verdad. Sólo son 30 libras. Nos lo
podemos permitir, ¿no?
-La verdad es que estaría bien -contestó otro-. Yo puedo
ir, y luego nos podrían traer. Gratis.
¡Ahí estaba la palabra mágica! Muchas de las preocupaciones
del adolescente se basan en dos temas: el amor y el dinero. Y si tienen mucha
suerte, sólo en el dinero. Por tanto, escuchar la palabra "gratis" me
encendió un enorme letrero en la cabeza que decía "PERFECTO".
-Yo voy -dije, garabateando sobre una servilleta en la mesa
del bar. Intenté disimular un poco el hecho de que acababa de decirlo tras oír
esa palabreja-. Me gustan los conciertos, nunca he estado en Southampton, y
tengo mucho tiempo libre. Además, creo que por allí hace bastante más sol, ¿no?
Se rieron, no sé si porque no había estado en una ciudad a
pocos kilómetros de mi lugar de residencia, o por la frase. Puede que porque no
se me diese muy bien disimular.
El que había preguntado miró al chico con el que había
chocado el segundo día de clases. Sí, porque el destino quiso que ese chico
estuviese en mi círculo de amistades, y eso fue haciéndole más y más
soportable, lo que generó que terminase cayéndome rematadamente bien. Era
inteligente, y ese era un rasgo indispensable para alguien que quisiese estar
cerca de mí sin salir escaldado.
-¿Y tú?
-Sí, creo. No me hace mucha gracia, pero... -se giró hacia
mí, y le dediqué la mejor de mis sonrisas. Últimamente habíamos estado hablando
más de lo habitual. Más de lo que hablaría habitualmente con cualquier tipo de
persona. Ni siquiera tuve que esforzarme para fingir que quería que viniese,
porque realmente quería que me acompañase. Él suspiró y escondió la risa en su
mano, dándose por vencido-. Sí, sí que voy.
El viaje en autobús se hizo eterno. Jack (así se llamaba mi
preciado muro) se había sentado con otra. Con otra con la que además, estaba
enfadada. Por una tontería que ni siquiera recuerdo. Era una cría. Me podría
haber enfadado porque no me hubiese devuelto unos calcetines, tal y como era
entonces. En todo caso, me enfurruñé y me negué a sentarme con nadie más,
acaparando la atención de todo el resto del grupo. Cuando bajamos a tierra,
ella se marchó, gracias a mí y a mi sentido don de la palabra (o más bien, a mi
lengua venenosa). Gané esa batalla, por supuesto. Nadie me ganaba a ser
testaruda. Y Jack me persiguió durante horas, para entender por qué le
contestaba tan mal y para que le perdonara. Oh, cómo me gustaba hacerme de
rogar. En medio del concierto, sentí los brazos de Jack alrededor de mi cuello,
llegando hasta mi cintura. Me estaba abrazando. Voluntariamente, entre la
multitud. No me importó nada más a partir de ese contacto. Sólo que quería que
siguiese así el tiempo que se me otorgase.
Poco a poco, fui acercándome más a Jack, a su pelo negro y
a sus ojos verdes. Era el prototipo de mi chico ideal, y ni siquiera me había
dado cuenta. Y prefería seguir sin dármela, por supuesto. Era mucho más fácil.
En una conversación aleatoria, con alguien igualmente aleatorio, salió el tema
de una película que debería ver. En esa película, romántica, el chico y la
chica jugaban desde niños a algo muy especial. Él le hacía una apuesta,
terminando con algo parecido a un "¿te atreves?", y si la chica lo
hacía, le daba un tiovivo de juguete. Así, y viceversa, hasta que un día él le
preguntó si se atrevía a quererle. Odio las películas de amor. Odié ese último
detalle, pero se quedó ahí, y aunque yo no tenía claro si Jack siquiera me
atraía, lo primero que se me pasó por la cabeza al volver a hablar con él fue
apostar a que no se atrevería a darme un beso. Él, tan astuto o cobarde como
siempre, o queriendo pasar la proposición por alto, me hizo la misma pregunta.
Me retó. Desde ahora lo digo, nunca se debe retarme. NUNCA.
Así que al día siguiente fui a buscarle, y sin más
miramientos, le besé. Rápido, sin vergüenza, como aquél que dice "buenos
días" al entrar en una panadería. Ni siquiera se ruborizó, sólo se rió y
siguió andando como si nada. Y yo pensaba que había ganado. Hasta que, tras un
par de horas de clase, se presentó en la puerta de mi aula y me besó delante de
todos los que podían vernos, con una sonrisa en la cara. No le importó en
absoluto que le miraran, ni que hablasen en susurros después. Ni que yo me
quedara con cara de idiota enamorada allí, rogando a la pared que sujetase mis
piernas de gelatina. Porque era "sólo un juego".
Los besos continuaron. Éramos amigos, y los amigos
demostraban su afecto. Así me auto engañaba cada vez que mi corazón daba un
vuelco cuando rozaba los labios de Jack. Así seguía haciéndolo sin sentirme
culpable, y sin pensar en los sentimientos que afloraban o en las dudas de los
de él. Eran besos cortos, fugaces. Simples toques que servían como muestra de
cariño, "de amistad". Y mientras tanto, una parte de mí (la que sabía
que hacía tiempo que había dejado de jugar), me preguntaba por qué no besaba a
los demás si era tan normal. Por suerte, siempre tuve una enorme capacidad para
abstraerme de la realidad, así que cada vez que esa voz afloraba, yo me
imaginaba en un campillo saltando margaritas, o un mono con cascabeles en la
cola que no paraba de bailar. Tarde o temprano, la voz se cansaba de repetirme
una y otra vez el peligro al que me acercaba. Debería haberle hecho caso.
Volví a mi helada ciudad natal, Middlesbroguh, para pasar
el verano. Y durante cada uno de los sesenta y tres días que estuve allí, hablé
con Jack. Todos los días llegaba tarde a mis citas. Todos los días volvía más
pronto para seguir con la conversación que había dejado inacabada a mediodía.
Nunca paré de echarle de menos, ni mientras estaba bebiendo, ni siquiera cuando
no podía beber más. No podía estar más de unas horas sin saber algo de él. Por
la mañana, esperaba hasta que se levantase y me diese los buenos días, para empezar
con el tema de la semana. Y cuando me di cuenta de cómo hablaba de él, de las
ganas que tenía de volver a casa y de lo poco que estaba disfrutando mis
vacaciones, supe que había algo raro en mí. Que no podía seguir mintiéndome, y
que no veía a Jack como mi amigo. Viéndolo ahora, probablemente nunca lo
hubiera sido. Así que, cuando volví a Londres y le vi allí, delante de mí, sin
acercarse, quise salir corriendo. De hecho, creo que lo hice. Y luego, tras las
fases de desesperación, angustia e impotencia, volví, o quizá vino él a
buscarme. Solía hacerlo. Y, tras meditar y organizar mis pensamientos a la vez
que hablaba, me quedé a solas con él y vomité todas las palabras que había
estado guardando desde que le vi. Lo que no supe, es que estaba vomitando en
voz alta.
-...y por eso, soy gilipollas. Soy gilipollas porque tú y
yo deberíamos estar juntos, y no aquí perdiendo el tiempo. ¿Cuánto hemos estado
así ya? ¿Es que aún queda alguna duda de que te quiero?
No me contestó. Pero bajé la cabeza y me sonrojé todo lo
que pude al ver su mirada clavada en mí y darme cuenta de que acababa de hacer
un monólogo sobre sus sentimientos, dando por hecho que eran iguales que los
míos sin preguntarle. Sonrió, pero no dijo nada. En mi arrebato de estupidez,
no se me pasó por la cabeza que me podría estar equivocando, que cabía la
posibilidad de que no le gustase lo más mínimo y sólo estuviese siendo educado.
Por azares del destino, mis sospechas eran infundadas. Poco después, me confesó
que tenía razón en el que titularé "Mi Gran Discurso". Y entonces me
besó de verdad, sin prisas, y lo que pensé fue que todas las películas
románticas que no había visto eran las que precisamente intentaban transmitir
eso que estaba sintiendo. Y me sentí verdaderamente injusta por haberlas
criticado.
Fueron buenos tiempos. Discutíamos a todas horas. Nos
peleábamos como niños, y nos reconciliábamos como adultos, como mejor sabíamos.
Llegamos a conocernos tan bien que hablar con uno era como hablar con el otro,
que podíamos terminarnos las frases sin saber lo que habíamos dicho, y que con
sólo mirarnos ya sabíamos qué teníamos que hacer para que el otro fuese feliz
(aunque casi siempre funcionaba lo mismo).
Y mi mente me jugó una mala pasada. En una revelación,
comprendió que teníamos diecisiete años, que ese sentimiento no existía, y que
las hormonas se habían apoderado de mi cuerpo como del de tantos otros antes y
después. La edad me afectaba de maneras que no podía describir, y esa necesidad
de Jack era una de ellas. Todo era mentira, y nada eso existiría en un par de
años. No había un futuro del que hablar, no había una relación verdadera por la
que luchar, sólo había dos personas jugando a enamorarse antes de encontrar al
que sería el hombre o la mujer de sus vidas. Y tuve miedo, mucho miedo. Miedo
de que Jack se marchara definitivamente y yo me quedase sola el resto de mi
vida, mientras gritaba en silencio en mi interior por haber sido tan tonta y
haber creído en ese gran amor. Por eso, tras mucho cavilar, decidí terminar con
ello, sabiendo muy dentro de mí que me arrepentiría durante el resto de mi
vida. Y a pesar de que Jack juró y perjuró que nunca dejaría de quererme, que
sus sentimientos eran sinceros, que daba igual la edad que tuviésemos (más
bien, que sólo era un número que no podía definir la madurez y/o la forma de
pensar, concretamente), que estaba decidido a pasar conmigo todos sus días, y a
pesar de que hizo lo posible para que me quedase a su lado, yo preferí huir y
esconderme. Me costó mucho trabajo, mucho dolor y muchos llantos el ver a Jack
imparable, volviendo a buscarme constantemente, cada vez más cansado, cada vez
más demacrado, pero sin rendirse. Sin saber qué hacer para que se marchase, le
dije que no sentía nada por él, que era mentira, que si estaba echándole era porque
todo lo que habíamos tenido había sido una enorme mentira. Ni aunque en ese
momento hubiesen explotado mis entrañas hubiese sufrido más que dejando salir
esa sarta de sandeces. No sé cómo logré que me creyera, pero entonces, Jack se
fue. Y Jack fue feliz. Y yo, la yo mortal, la yo que aún se llamaba Gaia,
decidió pasar su vida lo más alejada posible de él, mientras le espiaba a
escondidas. Porque "aunque no le quisiera de verdad, aún le tenía cierto
cariño, y quería comprobar si lo que había dicho él era cierto y no quería
estar con nadie más".
Y un día, la Gaia que el mundo conocía murió con Jack.